Etiqueta: Amor

Amar y rezar

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Un hombre, después de mucho tiempo caminando, llegó al lugar donde vivía un gran sabio. Al recibirle, le pidió encarecidamente:

—¡Muéstreme el camino hacia Alá!

—¿Te has enamorado alguna vez de alguien? —preguntó el sabio.

—¿Enamorarme? ¿Qué es lo que el gran maestro quiere decir con eso? Me prometí a mí mismo jamás aproximarme a una mujer, huyo de ellas como quien intenta escapar de una enfermedad. Ni siquiera las miro. Cuando pasan, cierro los ojos.

—Procura volver a tu pasado e intenta descubrir si alguna vez, en toda tu vida, hubo algún momento de pasión que dejase tu cuerpo y tu espíritu llenos de fuego.

—Vine hasta aquí para aprender a rezar, y no a cómo enamorarme de una mujer. Quiero ser guiado hasta Alá y usted insiste en querer llevarmehacia los placeres de este mundo. No entiendo lo que desea enseñarme.

El sabio permaneció silencioso algunos minutos y finalmente dijo:

—No puedo ayudarte. Si tú nunca tuviste alguna experiencia de amor, nunca conseguirás experimentar la paz de una oración. Por lo tanto, regresa a tu ciudad, enamórate, y vuelve a buscarme sólo cuando tu alma esté llena de momentos felices.

La danza del corazón. Sabiduría sufí.

Corazón roto

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Una leyenda tibetana asegura que los pobladores de una pequeña aldea de la meseta tenían la facultad de ver el corazón de las personas. Un día, un hombre joven proclamó que él poseía el corazón más hermoso de toda la comarca. Una gran multitud se congregó a su alrededor y todos admiraron y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni máculas ni rasguños.

Sí, coincidieron todos que era el corazón más hermoso que hubieran visto. Al verse admirado, el joven se sintió más orgulloso aún, y con mayor fervor aseguró poseer el corazón más hermoso de todo el vasto lugar.

De pronto un anciano se acercó y dijo:

-¿Por qué dices eso, si tu corazón no es, de ninguna manera, tan hermoso como el mío?

Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del viejo y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices y hasta había zonas donde faltaban trozos, y estos habían sido reemplazados por otros que no encastraban perfectamente en el lugar, pues se veían bordes y aristas irregulares a su alrededor. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban trozos profundos.

La gente no comprendía al anciano

-«¿Cómo puede él decir que su corazón es más hermoso?», pensaban. El corazón del anciano era un conjunto de cicatrices y dolor. El del joven, en cambio, era inmaculado.

Comprendiendo que lo estaban tomando casi por un loco, el anciano dijo:

-Es cierto, tu corazón luce perfecto. Pero, mira, cada una de mis cicatrices representa una persona a la cual entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos a su vez, me han obsequiado un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Hubo en las cuales entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí quedaron los huecos.

La gente del pueblo lo miraba asombrado. El anciano prosiguió:

-Dar amor es arriesgar, pero a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza de que algún día, tal vez, regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón. ¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?

El joven permaneció en silencio; corrían lágrimas por sus mejillas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su hermoso y joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo ya viejo y maltrecho y con él tapó la herida abierta del joven.

La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Al no haber sido idénticos los trozos, se notaban los bordes. El joven miró su corazón, que ya no era perfecto pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía con fuerza en su interior.

Cita con una estrella

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Juntos vivían los dos monjes en lo alto de la montaña: entrado en años uno, joven el otro. La figura del viejo ermitaño más parecía una gavilla de sarmientos: alto, seco, comida parca, sueño corto, duro consigo mismo. Antes de rayar el alba, ya estaba en oración. Cómo resplandecía su rostro de gozo cuando cada mañana iluminaba el sol la cumbre del monte y él, desde su alto coro de piedra, cantaba sobre el valle, todavía denso en brumas:

– Montes y cumbres, manantiales y ríos, cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.

El monje joven, en cambio, era todo ojos para ver, todo oídos para escuchar cuanto hacía y decía el Maestro. Sentía verdadera veneración por él, porque más que un hombre, evocaba otra Presencia: la de Dios.

Aquella cumbre era el lugar adecuado para su empeño contemplativo: lejanía del barullo de la ciudad, silencio creador, aire puro.

Cierto, era el lugar más adecuado. Sólo tenía un pequeño inconveniente: periódicamente debían descender al valle, avituallarse de provisiones y emprender de nuevo la marcha, pendiente arriba, cargados de alimentos.

A mitad del repecho bullía una fuente. Eso sí, cada vez que el viejo monje asceta en su fatigosa ascensión se acercaba a la fuente, ofrecía su sed a Dios… y pasaba de largo. Y Dios, que no se deja vencer en generosidad, se lo agradecía cada noche, haciendo aparecer una estrella. Era como la sonrisa de Dios, aceptando la renuncia de su fiel servidor.

Pero aquel día, el venerable anciano dudaba. No es que a él le importara mucho beber: toda su vida había sido una larga cadena de renuncias; pero aquel novicio… Lo miraba y veía sudoroso, fatigado, los labios resecos, cargado con el pesado saco de alimentos. Dudaba…

– ¿Qué hago? ¿Bebo… o no bebo? Si bebo, Dios no me sonreirá esta noche tras la estrella; pero si no bebo, tampoco beberá él. ¿Y llegará a la cumbre? ¿No desfallecerá por el camino?

Era mediodía: quemaban las piedras del monte.

– Pues beberé, se decidió al fin el viejo monje asceta: antes es el amor. Dios mismo lo ha dicho.

Inmediatamente el joven novicio se deshizo de su fardo pesado de alimentos, se arrodilló y bebió largamente. Cuando hubo saciado su sed, refrescó rostro y muñecas con el agua fría, se volvió sonriente al Maestro y le dijo:

– Gracias… ya no podía más: me estaba muriendo de sed. De verdad, se lo agradezco.

Reemprendieron la marcha. Pero ahora, la que repentinamente se nubló fue el alma del viejo asceta:

– No debía haber bebido… Treinta años pasando junto a la fuente, privándome de beber… Tantas y tantas sonrisas de Dios… Hice mal. ¡Esta noche no se me aparecerá Dios tras la estrella amiga!

Llegaron tarde a la cumbre. Anochecía. Turbado como estaba, el monje anciano apenas probó bocado.

Se retiró pronto a orar. Sus ojos no se atrevían a mirar al horizonte. Seguro, aquella noche no acudiría Dios a la cita de la estrella amiga.

Entrada ya la noche, a hurtadillas, como de reojo, miró. Sí, miró y gritó. No se pudo contener. Sus ojos asombrados no veían una estrella: veían dos.

Su viejo corazón de ermitaño se desbordaba:

– Gracias por la lección…. ¡Gracias, Señor!

LÓPEZ ARRÓNIZ, Prudencio. “Más allá…”

Vivir es saberse amados

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Raúl Follereau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un «gracias» cuando le ofrecían algo. Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano.

Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía él también. Luego el rostro de la mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente.

Era -le explicaría después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día -comentaba el leproso- sé que todavía vivo».

No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos.

José Luis Martín Descalzo

Amor, bienestar, éxito

Una mujer salió de su casa y vio a tres viejos de largas barbas sentados frente a su jardín.

-No creo conocerlos, pero deben tener hambre. Por favor entren a mi casa para que coman algo.

Ellos preguntaron:

-¿Está el hombre de la casa?

-No -respondió ella-, no está.

-Entonces no podemos entrar -dijeron ellos.

Al atardecer, cuando el marido llego, ella le contó lo sucedido.

– Entonces diles que ya llegué e invítalos a pasar. La mujer salió a invitar a los hombres a pasar a su casa.

-No podemos entrar a una casa los tres juntos -explicaron los viejitos.

-¿Por que? –quiso saber ella.

Uno de los hombres apuntó hacia otro de sus amigos y explico:

-Su nombre es Riqueza, -luego indicó hacia el otro- su nombre es Éxito y yo me llamo Amor. Ahora ve adentro y decidan a cual de nosotros tres ustedes desean invitar a vuestra casa.

La mujer entró a su casa y le contó a su marido lo que ellos le dijeron. El hombre se puso feliz:

-¡Qué bueno! Y ya que así es el asunto, entonces invitemos a Riqueza, dejemos que entre y llene nuestra casa de riqueza. Su esposa no estuvo de acuerdo:

-Querido, ¿por qué no invitamos a Éxito?

La hija del matrimonio estaba escuchando desde la otra esquina de la casa y vino corriendo con una idea:

-¿No seria mejor invitar a Amor? Nuestro hogar entonces estaría lleno de amor.

-Hagamos caso del consejo de nuestra hija -dijo el esposo a su mujer-. Ve afuera e invita a Amor a que sea nuestro huésped.

La esposa salió afuera y les pregunto a los tres viejos:

– ¿Cual de ustedes es Amor? Por favor que venga para que sea nuestro invitado.

Amor se puso de pie y comenzó a caminar hacia la casa. Los otros dos también se levantaron y lo siguieron. Sorprendida, la dama les preguntó a Riqueza y Éxito:

-Yo solo invite a Amor, ¿por que ustedes también vienen?

Los viejos respondieron juntos:

-Si hubieras invitado a Riqueza o Éxito, los otros dos habrían permanecido afuera, pero ya que invitaste a Amor, donde sea que él vaya, nosotros vamos con él. Donde quiera que hay amor, hay también riqueza y éxito.

Si verdaderamente sigues tu corazón, el resto llegará por añadidura.

El perdón de Dios

En cierta ocasión, una mujer que creía estar teniendo visiones de Dios, fue a pedir consejo a su obispo. Este le recomendó:

-Señora, quizá sólo sean ilusiones. Debe saber que, como obispo de la diócesis, soy yo el que puede decidir si sus visiones son verdaderas o falsas.

-Sí, Excelencia.

-Esa es mi responsabilidad, mi deber.

-Perfectamente, Excelencia.

-Por tanto, señora, usted debe hacer lo que yo le mande.

-Lo haré, Excelencia.

-Entonces, escúcheme bien: la próxima vez que Dios se le aparezca, como dice que se le aparece. usted hará lo que yo le ordene. Por ello yo sabré si es realmente Dios.

-De acuerdo, Excelencia. Pero ¿qué debo hacer?

-Dígale a Dios: «Por favor, revéleme los pecados personales y privados del señor obispo». Si es Dios el que se le aparece, Él le revelará mis pecados. Después regrese aquí y cuéntemelos solamente a mí. ¿Está claro?

-Así lo haré, Excelencia.

Al cabo de un mes, solicitó entrevistarse con el obispo, que le preguntó:

-¿Se le apareció Dios de nuevo?

-Creo que sí, Excelencia.

-¿Le hizo la pregunta que le ordené?

-Ciertamente, Excelencia.

-¿Qué le dijo Dios?

-Dios me dijo: «Vaya a decirle al obispo que me olvidé de todos sus pecados».

Anthony De Mello

Una gota necesaria

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«Bien sabemos nosotras que hacer lo que hacemos no pasa de ser una gota de agua en el océano. Pero si esta gota no estuviese alí, al océano le faltaría algo. Por ejemplo, si nosotras no tuviésemos escuelas en los barrios pobres -no pasan de ser pobres escuelas primarias en las que nosotras enseñamos a los ninos a amar la escuela, a estar limpios, etc.-, si nosotras no tuviésemos estas escuelas, miles de niños estarían en la calle. Tenemos, pues, que escoger entre algo, aunque sea poco, O dejarles sin nada. Ocurre lo mismo con nuestros hogares de los moribundos. Si no los tuviésemos, los que en ellos se amontonan morirían en la calle. Pienso que merece la pena tener todo esto, aunque no sea más que para que tales infelices mueran en paz, en la paz de Dios».

Teresa de Calcuta

Amor incondicional

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Una historia que fue contada por un soldado que pudo regresar a casa después de haber peleado en la guerra de Vietnam. Les habló a sus padres desde San Francisco.

– «Mamá, Papá. Voy de regreso a casa, pero les tengo que pedir un favor: Traigo a un amigo que me gustaría que se quedara con nosotros.»

– «Claro,» le contestaron, «Nos encantaría conocerlo.»

– «Hay algo que deben de saber», el hijo siguió diciendo, «él fue herido en la guerra. Pisó en una mina de tierra y perdió un brazo y una pierna. El no tiene a dónde ir, y quiero que él se venga a vivir con nosotros a casa.»

– «Siento mucho el escuchar eso hijo. A lo mejor podemos encontrar un lugar en donde él se pueda quedar.»

– «No, Mamá y Papá, yo quiero que él viva con nosotros.»

– «Hijo,» le dijo el padre, «tú no sabes lo que estás pidiendo. Alguien que esté tan limitado físicamente puede ser un gran peso para nosotros. Nosotros tenemos nuestras propias vidas que vivir, y no podemos dejar que algo como esto interfiera con nuestras vidas. Yo pienso que tú deberías regresar a casa y olvidarte de esta persona. Él encontrará una manera en la que pueda vivir el solo.»

En ese momento el hijo colgó la bocina del teléfono. Los padres ya NO volvieron a escuchar de él.

Unos cuantos días después, los padres recibieron una llamada telefónica de la policía de San Francisco. Su hijo había muerto después de que se había caído de un edificio, fue lo que les dijeron.

La policía creía que era un suicidio. Los padres destrozados de la noticia volaron a San Francisco y fueron llevados a la morgue de la ciudad a que identificaran a su hijo. Ellos lo reconocieron. Para su horror ellos descubrieron algo que no sabían, su hijo tan solo tenía un brazo y una pierna.

Prejuicio

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Moses Mendelssohn, abuelo del conocido compositor alemán, distaba de ser guapo. Además de una estatura algo baja, tenia una grotesca joroba. Un día visito a un mercader de Hamburgo que tenia una hermosa hija llamada Frumtje. Moses se enamoró perdidamente de ella, pero ella le repelía su apariencia deforme. Cuando llegó el momento de despedirse, Moses hizo acopio de su valor y subió las escaleras hasta donde estaba el cuarto de aquella hermosa joven, para tener la ultima oportunidad de hablar con ella. Era tan hermosa, pero a Moses le entristecía profundamente su negativa a mirarlo. Después de varios intentos de conversar con ella, le pregunto tímidamente:

-¿Crees que los matrimonios se crean en el cielo?,

– Si- respondió ella, todavía mirando al suelo – Y tú?…

– Sí, lo creo – contestó -. Verás. En el cielo, cada vez que un niño nace, el Señor anuncia con que niña se va a casar. Cuando yo nací, me fue señalada mi futura esposa. Entonces el Señor añadió:

-«Pero tu esposa será jorobada».

Justo en ese momento exclamé:

-«Oh, Señor, una mujer jorobada seria una tragedia, dame a mi la joroba y permite que ella sea hermosa»..

Entonces Frumtje levantó la mirada para contemplar los ojos de Moses y un hondo recuerdo la conmovió. Alargo su mano y se la dio a Moses, tiempo después, ella se convirtió en su esposa.

En vida…

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Un camión iba traqueteando por un camino de tierra en un pueblo del sur de Estados Unidos. En un asiento iba un anciano delgado que sostenía un ramo de flores recién cortadas. Al otro lado del pasillo estaba una jovencita cuyos ojos volteaban una y otra vez hacia las flores del hombre. Al anciano le llegó el momento de bajar. Impulsivamente puso las flores en el regazo de la joven.

«Me di cuenta de que le encantaron las flores», explicó, y creo que a mi esposa le gustaría que tú las tuvieras. Le voy a decir que te las di».

La joven acepto las flores, y luego observó al anciano mientras bajaba del camión y atravesaba la puerta de un pequeño cementerio.

El amor que damos a nuestros semejantes no se compara con el valor material de las cosas.

Benner Cerf